"Hubo un día tan rico el año pasado...!
que ya ni sé qué hacer con él".
Vallejo.
El viaje lo tenía intranquilo…
La mañana del sábado, víspera de su partida, el viejo se levantó como siempre. Practicó su férreo gruñido matutino frente al único espejo de la casa añeja, que como él, se mantenía en pie a pesar de los años y el peso acumulado de fatigas en el cuerpo.
El ritual le tomo casi una hora, se miraba al espejo observando quietamente las arrugas zigzagueantes en la cara, mientras paseaba con las añejas yemas de los dedos cada uno de los pliegues repletos de la propia historia, sobre el rostro demacrado y duro, a sus ochenta y dos años, a los que había llegado tras un prolongado silencio.
Don Mariano era un libro viejo, lleno de historias asentadas en el cuerpo.
La quinta era la prisión-albergue, hecha de quincha y de madera, de unas cuantas familias que vivían sumidas en la pobreza, situada en el distrito del Rimac, distrito, que en boca del cronista contaba con una historia prolija, la quinta, que desde su construcción, en épocas de la colonia, hasta su mayor y mejor gloria, a finales del siglo XIX, (cuando pertenecía a una de las ricas y aristocráticas familias de la gran Lima).
Había llegado a ser, comparada con sus épocas de esplendor, -un nido de ratas-como solía decir Don Mariano.
Ahora era sólo un viejo cascarón, lleno de rajaduras y de abandono, Don Mariano había llegado a la quinta por cuestiones del azar, en la época del gobierno militar ,en que cada cuarto era alquilado por una vieja matrera, que por un par de monedas, permitía a provincianos solos, recién llegados, con los sacos de su pobreza al hombro y la lástima de ese andar taciturno, tan típico del desarraigo provinciano, - descansar los huesos –como ella decía, en uno de los tantos cuartuchos, venidos a menos, debido al inexorable paso del tiempo.
Llegó solo, y nunca se le conoció a nadie, ningún familiar, ninguna mujer, ningún hijo, siempre fue callado y reservado, al extremo de no hablar con casi nadie, aparte de los saludos de rigor, que eran una excepción ,cuando se topaba con algún viejo vecino.
-Pensé que era un prófugo- Vino a decir la vieja Obdulia, repitiendo la cizaña lastimera, compartida por muchos, dada siempre en esos bajos fondos, cuando se desconoce, o no se quiere conocer a las personas retraídas, o anidadas en profunda soledad.
Don Mariano tuvo que ceder con el tiempo, cuando las fuerzas le abandonaron, como lo abandonó el puesto conseguido en la fabrica, como asistente de limpieza, por tantos lustros, debido a la natural situación de los huesos carcomidos por el tiempo.
Aun así fue selecto. Le pidió con cortesía a Pedro Sánchez ,una de las pocas personas honradas del lugar, el favor de comprarle lo necesario para subsistir, Así, cada mañana, esperaba el pan caliente y otros enseres, mientras calentaba en una olla vieja , la sustancia de avena y harinas, que según él, le permitirían hidalgamente soportar el hambre del día. Sólo los domingos, esperaba impaciente, también el diario, un lujo al que se había acostumbrado, después de aprender a leer cuando ya entrado en años, un muchacho llegado de provincia como él, se había tomado la molestia de enseñarle, a cambio de que Don Mariano, le enseñe las artes de la ebanistería, oficio que desempeñaría hasta el día de su muerte.
Se le iban apagando los ojos, como le apagaron la luz eléctrica una noche de Julio por falta de pago, Don mariano se hizo amigo de las velas, como de las luciérnagas, de su Huánuco querido. Había sido estibador, en la época gloriosa del caucho, domador y desafortunado comerciante, también ayudante en una vieja carpintería, donde a fuerza de gritos e improperios, aprendió el oficio, que nunca le atrajo, -el hambre viola nuestros deseos-, solía decir para sí, como lema absoluto de una vida cargada de sufrimientos y lucha.
Su época más feliz fue de correo, en la ceja de selva, cuando recorría largas distancias, atravesando ríos, bailando huaynos, al compás de las multicolores polleras de las mujeres cantarinas y serviciales, durante las regocijantes fiestas patronales, siempre felices y bien recibidas, en los pueblitos que esperan a los viajeros con sonrisas.
-Fue un tiempo feliz, ese del Marañon- recordaba haciendo alusión al caudaloso río.
El sábado en la noche víspera de su partida, arregló su cuartito como bien pudo, bajo la tenue luz de una vela, con pasitos cansinos y agotados, no necesitaba mucha luz, sabía donde se encontraba cada cosa, sólo los pies arrastraban, junto con la soledad, entre las sombras, el aserrín, producto de su agobiante trabajo en la madera, que se hallaba disperso sobre el suelo, en esa noche donde todo llegaba a su fin.
Había ahorrado para el sueño, sabía que era viejo y que la muerte le invocaba, nunca pudo ser feliz, y sólo le quedaba el deseo único de cerrar los ojos en su querido Huánuco.
Así acostado sobre su rustica cama, sobre el colchón lleno de cheques –como él decía- que eran los ahorros de toda una vida, unos lastimeros ahorros, que daban, para un pasaje en bus y unos meses de subsistencia -los necesarios para que llegue la muerte- y para cumplir el único y último deseo, que era todo lo que le quedaba en vida, un deseo con la muerte, como protagonista final de sus achaques.
Soñó con su niñez. Soñó con su madre. Soñó con el viaje de regreso. Soñó con el encuentro con los viejos amigos, seguramente pocos seguirían vivos. Soñó con el parquecito, frente a la casa paterna, en su querido Huánuco.
Murió soñando. Cuando el cabo de vela también moría y decidía acostarse sobre el colchoncito de aserrín dando vida a un incendio, pago del trabajo de su vida.
Murió soñando.